Hay que empezar por reconocerlo: hay algo en la música de Arawato. Un elemento profundamente erótico que nos tiene desorientados, complicándonos el ejercicio de ver de dónde proviene la descarga. Con un poco más de calma el panorama se esclarece y es fácil identificar que se trata de un juego entre varios elementos: Eros danza, salta y se desborda en la voz de Luis y, a ratos, se instala en el piano, el bajo y la batería. O hace una aparición espectacular en los metales que irrumpen en la escena haciéndonos estallar. Y entonces ocurre un rapto que nos deja absolutamente seducidos e inexplicablemente rotos.
En todo rapto hay una entrega, un proceso de sumisión completa para generar placer entre el seductor y el seducido. Ya lo vimos en el video de “Estocolmo”: la femme fatale en absoluta posesión del hombre – arawato que, aunque maniatado, parece disfrutar de la tortura. Arawato nos sumerge, de a poco, en un universo de imágenes poderosas que dilatan la pupila, aceleran el corazón y estimulan los sentidos. Sugerente, pasivo y agresivo. La sucesión de impulsos sonoros que necesitaba nuestro imaginario erótico. Parte de lo instintivo, roza nuestras formas más impulsivas y animales pero, a la vez, responde a un razonamiento complejo que deriva en analogías blasfemas donde se funde lo humano y lo divino.
Para los griegos los sentidos son las puertas del alma. Los poetas románticos entendían el cuerpo como templo y como vía para encontrarse, cara a cara, con Dios (contrario a lo que asoma la tradición judío cristiana). En la poesía lo sexual prevalece como único camino para llegar al cielo. Poetas como Blake y Keats juegan con la palabra como única herramienta de creación para darle vida a las cosas a partir de nombrarlas. En ese juego, aparentemente básico y sencillo, el ser humano se convierte en una especie de pequeño dios que no se limita con lo creado sino que decide ir más allá de lo que lo rodea. Fuimos moldeados a imagen y semejanza de Él pero es nuestra condición humana la que se empeña en agotar sus recursos para, no solo acercarse a la experiencia de lo divino, sino convertirse en la divinidad misma.
Y quizás el arte es uno de esos recursos. Usamos metáforas como vía para traer a tierra lo divino o elevar nuestras propias experiencias. Pareciera que, en el intento del ser humano por aproximarse al papel del creador, reafirma su condición mortal, efímera. Tantea un terreno que, por más que intente, sigue estando lejos de sí porque corresponde a una naturaleza ajena. “Nadie nos puede decir como es, solo Dios. Y él nunca habla o será que nadie quiere escuchar” reza la primera estrofa de “Estocolmo”.
Descarga “Estocolmo” de Arawato
Cada instrumento va hilando una historia. El piano marca la ruta de unos dedos que recorren un cuerpo, lo dibujan; o los dedos de un dios que moldea un mundo nuevo, un orden distinto. Otro universo más sensorial, más placentero, donde se rinde tributo al cuerpo animal dentro de nosotros. Un cuerpo que tiene hambre, que come, habla y escucha; que solo responde a sus sentidos y se sumerge en el profundo agujero de sus adicciones. ¿No es acaso éste un modo de reafirmar nuestra propia humanidad? ¿Asumiendo que caímos?
Quizás ahí se esconde el sentido de todo cuanto somos, de todo cuanto aspiramos ser: la consciencia de la caída y de la belleza que se esconde tras caer. La consciencia de haber sido expulsados del paraíso, de haber mordido la manzana pero, aún así, saborearla, mantenerla en suspenso y deleitarse con su aroma. Porque la vida es una, amor. “Yo solo vivo en el presente, no me preocupa lo que viene. Solo me interesa estar… aquí.”