Antes que nada, sí, este sigue siendo un website dedicado a la música. Solo que el destino nos la puso hoy un tanto inusual con el estreno en la pantalla grande de la película venezolana Yo y Las Bestias, y la ocasión amerita para hablar tanto de la banda sonora, como de la obra en sí misma. Yo y Las Bestias es una película y podría ser un álbum musical que, de hecho, ya lo es, y ambos son de una calidad tan elevada, no solo comparada con Venezuela, sino con el resto del continente, que se siente como que Nico Manzano se cascó una pequeña obra maestra que es, a partes iguales, vigente y atemporal, pues no solo ahonda en una situación venezolana, sino en la odisea de cualquier artista para poder crear.
Chabacano. Monotemático. Balurdo. Sobreactuado. Maaaaaaalo. Estos son adjetivos que suelen acompañar la visión que tiene mucha gente en Venezuela sobre su propio cine y, a decir verdad, dependiendo de donde se mire, algo de razón pueden cargar. Sin embargo, sería injusto clasificarlo solo así.
El cine venezolano tiene una larga historia en el que, entre sombras, se han erigido una jugosa cantidad de películas con suficiente valor artístico que, pese a incluso en algunos casos entrar dentro del famoso monotema del cine “de malandreo”, recuerdan que el cine, como expresión artística integral por excelencia, es capaz de muchas cosas poderosas y de ser mucho más allá de un bodrio y de basura propagandística.
Más allá de las tropecientas películas históricas de nuestra filmografía, que, ojo, algunas sí tienen un valor más allá de mostrar la obsesión que tiene este país por Simón Bolívar y sus colegas, más allá de la típica historia de escaleras arribas en un barrio capitalino, cargada de traición, violencia y tragedia, incluso, más allá de la comedia balurda de turno que se siente como una adaptación de una obra de microteatro en plan ‘Mi esposa, mi ex, mi amante y yo’, se esconden joyas que no solo resonaron fuera de nuestro país. Para el que no lo sepa, muy orgullosamente hay que decir que Venezuela tiene una Camera D’Or en Cannes (Oriana, 1985, dir. Fina Torres): Premio de la Comisión Superior Técnica y también de la Crítica en el mismo festival (Araya, 1959, dir. Margot Benacerraf), un León de Oro de Venecia (Desde Allá, 2015, dir. Guillermo Vigas), una Concha de Oro de San Sebastián (Pelo Malo, 2013, dir. Mariana Rondón), un Goya (Azul y no tan rosa, 2012, dir. Miguel Ferrari) y varias nominaciones al mayor premio del cine de España (Pequeña Revancha, La Distancia Más Larga, Desde Allá, Amaneció de golpe, Sicario, Golpes a mi puerta, Disparen a matar, Jericó y Aventurera), sin mencionar estrenos en Venecia, Rotterdam, Busan, el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres, la Bienal de Estambul, Filmfest München, BAFICI, New York Museum of Moving Image, Sitges, entre otros, sino que también se recuerdan con lejanía dentro de nuestra memoria colectiva, como Secuestro Express, muchas de las obras del binomio Schneider-Novoa, las fantasías experimentales tropicales en Super 8 de Diego Rísquez, o los trabajos de Soolveig Hoogesteijn, César Bolívar, Carlos Azpúrua, los propagandistas Román Chalbaud y Luis Alberto Lamata, entre muchos otros.
Dentro de los vicios o carencias que puedan tener algunas de estas películas, también vale decir que las nuevas generaciones, muchas veces desde el exilio, están elevando esa categoría de Cine Venezolano, que en su historia había tenido un movimiento tan claro o reivindicativo como el que hay ahora, purgando de males como la sobreactuación o sobremodulación como si se tratase de una obra de teatro, las ganas de hablar de lo mismo, con pistolas y disparos, sin una profundidad o desarrollo argumental y de personajes que valiera la pena, y dotándolo de un humanismo y una forma de representar nuestra realidad, la de verdad, que no responde a los intereses opresores, sino al de representar lo que somos a 30 cuadros por segundo.
Tenemos ejemplos como los trabajos de Jorge Thielen Armand, con ese fantástico diorama que son La Soledad, La Fortaleza, y agregaría a Mo Scarpelli con la pieza que las complementa, el documental El Father Plays Himself; Rober Calzadilla, quien cuenta una historia real en la fenomenal El Amparo, que mucho puede tener que ver con las crisis que actualmente afronta el país. Carl Zitelmann, con su crepuscular thriller neo noir, El Vampiro del Lago; Anabel Rodriguez Ríos, que todavía nos recuperamos de habernos quedados helados tras ver Érase Una Vez en Venezuela; Gustavo Rondón Córdova, que deconstruye la típica historia de barrio hasta llevarla a un terreno en el que examina los valores de la familia venezolana; entre otros cientos de autores que seguro se me escapan, sientan las bases de un cine que, lamentablemente, no tiene futuro, en el sentido de que a poca gente en el país le interesa, –por desgracia– pero sí tiene muchas ganas de ser visto, de contar sus historias, de desnudarnos e interpelarnos hasta el último átomo.
El cine indie venezolano necesita espectadores, como todo cine, y la única forma de tenerlos es que apreciemos y conozcamos nuestra historia, que le demos la oportunidad a propuestas que sabemos que en otros países, con un mínimo de amor hacia el producto local –y, sobre todo, con memoria–, incluso llegarían a convertirse en piezas idolatradas.
En medio de esto, este texto/contexto sirve de preámbulo para que hablemos de lo que nos atañe: Yo y las bestias, la ópera prima de Nico Manzano, todo esto para reivindicar al buen cine venezolano frente a los ojos de quien pueda interesar; por tanto, disculpas de antemano por no hablar únicamente de la obra en cuestión e iniciar con todo lo que nos trajo hasta aquí, pues pienso que esta entrañable corrida de grandes películas que estamos viviendo, merece tener el centimetraje en medios que debería, tarea que otros pocos grandes colegas –que también saben valorar– le han dado, pero que cuando algo es así de bueno hay que hacer escándalo. Hoy nos damos la libertad de hablar de cine venezolano porque hace falta y porque lo necesitamos para seguir mostrando lo que de verdad somos y cómo el sistema ha derruido casi todo en Venezuela, como lo hicieran con el cine de escombros en la Europa posguerra, como lo llevan haciendo por años los iraníes, incluso enfrentando las mayores censuras y vetos (ver el conmovedor caso de Jafar Panahi, a quien le prohibieron hacer cine y salir de Irán y se salió de estas reglas para hacer una retahíla de espectaculares películas como Taxi Teheran de 2015 o This is not a film de 2011).
Para su ópera prima, Nico Manzano comenzó a trabajar hace al menos cinco años, como si se tratase de una aventura donde tiene que reunir ciertas piezas. Tras vivir y formarse unos años en Barcelona, para luego dar clases en la Escuela Nacional de Cine, y dirigir varios videoclips, como esta divertida pieza que dejo bajo estas líneas para su antigua banda, Sexy Bicycle, el director caraqueño fue creando un imaginario visual que se ve de alguna forma emparentado entre sí, pues este video usa el color y la psicodelia, y un entorno científico, como base para contar su historia, de la misma forma que estos elementos forman parte de Yo y las bestias.
El estupendo trabajo de dirección de arte y diseño de vestuario da forma a Las Bestias, dos criaturas misteriosas que se materializan en la vida de Andrés Bravo, protagonista del filme, cuando este más perdido estaba. En ánimos de sinopsis sin spoiler, sus compañeros de banda, Los Pijamistas, acaban de decirle que tocarán en el Suena Caracas, algo a lo que él se niega y crea un cisma que acaba haciéndolo dejar el grupo, que estaba justo a punto de grabar su disco debut y ya iba ganando el cariño de la escena local.
A partir de ahí, empieza la peregrinación de dar forma a su pieza del artista, buscar los integrantes y las canciones para grabar, reunir el dinero y tener la gasolina necesaria para todo, algo que paraleliza al protagonista y al director, quien comenzó a filmar hace más de cinco años luego de un trabajo extenso de preproducción, más la suerte de conseguir producción ejecutiva. Un detalle que suma algo más de valor al trabajo: la música fue hecha por el mismo Manzano –quien también formó parte del colectivo Boom Boom Clan y que tiene también un estupendo trabajo solista, Lasmanz– junto a Nika Kvaratskhelia, su compañero en Sexy Bicycle, y Chris Mijares (Dynamic), con colaboraciones de Gael Gaviota (Colérico Espín) y Luis “Tafio” Méndez (Los Humanoides, Wannamaker, Lasso, Irán) y las voces son las del marabino Diego García (Hotel).
El protagonista, Jesús Nunes, conocido por su trabajo como actor de doblaje, trabajó en teatro, comerciales (¿se acuerdan del chico que decía “te lo tengo”?) o en largometrajes como Km. 72, o Amor Cuesta Arriba), aprendió a tocar guitarra en tiempo récord gracias a su profesor, Max Manzano (ex guitarrista de Subsonus) quien le dio clases a través de las canciones de la banda sonora. Un detalle que se aprecia, es haber elegido la voz de Diego por tener timbres de voz similares para dar más realismo a la presencia en cámara del protagonista que, después de todo, se aventura a la incertidumbre de los proyectos solistas, en medio de ese mar de incertidumbres que es la Venezuela que se mueve en dólares y donde todo el mundo está, en dos platos, “pelando bolas”.
También hay aportes musicales de Gael Gaviota, exintegrante del grupo Colérico Espín, quien, junto a su ex-compañero de banda en la vida real, Eduardo “Bol” Pereira, encarna a estas misteriosas criaturas denominadas Las Bestias, que acompañan en silencio –pero, curiosamente, de una forma muy colaborativa en las tareas del hogar/estudio– a nuestro protagonista.
Estas no son las únicas intervenciones de músicos de la escena local, quienes también participan y aportan desde sus oficios: Erik Aldrey, quien formó parte de Atkinson y creador de Le Picó, quien a su vez ha trabajado con Los Amigos Invisibles, Guaco, Tomates Fritos, entre muchos otros, trabajó en la posproducción. Juan Olmedillo (Los Mentas, ex–La Pequeña Revancha) hizo los VFX y Motion Graphics. Jorge “Pepino” González (Los Mesoneros / ex Dischord) hizo su cameo en la primera escena y Estefanía Quijada (La Infanta de Bernardino) actúa en el filme. También hay intervenciones musicales del productor y guitarrista Fernando Bosch (Anakena) y José Andrés Souki (Blanca Ibáñez). El reparto lo completa Gabriel Agüero, actor conocido por el filme Jezabel, que también tuvo su ruedo reciente y reseñas favorables.
El apartado de las canciones exhibe esa carga poética que caracteriza al sonido del marabino Diego García, y es uno de los elementos que hila la historia a través de la música, original de Manzano, quien también hizo las veces de cinematógrafo. Por su parte, los arreglos también suponen formas distintas y casi lúdicas de hacer música, pues vemos cómo el protagonista, Andrés Bravo, utiliza vasos con agua y pitillos, su propia voz pasada por distintos efectos, o el golpeteo de un destornillador en las cuerdas de la guitarra eléctrica, para crear los ambientes sonoros donde se desenvuelven sus canciones. Por suerte, porque sé que es algo que ha dejado a mucha gente maravillada, las canciones podrán escucharlas en plataformas digitales en este mes de mayo, con la publicación oficialmente el soundtrack en las plataformas digitales la banda sonora del filme.
Fueron tres meses de rodaje, entre agosto y octubre de 2017, y dieron paso a un proceso de preproducción para alistar el metraje para festivales, siendo Tallin (Estonia) una de las primeras citas donde se pudo ver, además del Festival Rizoma (Madrid), Mar del Plata, el único de Clase A de Sudamérica, y el Festival de Cine Venezolano, donde resultó la cinta más premiada de su más reciente edición, en 2022.
Se siente que todo este viaje que ha hecho Nico Manzano para presentar finalmente la cinta en cines venezolanos para todo el público es, de alguna forma, similar al que tuvo que pasar Andrés para componer y grabar su primer disco solista y se podría hacer un caso, obviando el privilegio, con que es la odisea propia moderna del venezolano: tener todo en contra y que cada vez se te haga más difícil. Mientras el director lidiaba con finalizar su película y conseguir presentarla, emigrar a México, vivir a distancia el fallecimiento de su padre, Max Manzano Salazar, a quien dedica el largometraje y también homenajea con el hermoso videoclip, hecho por Ina Vallés, con esa magistral animación que aparece dentro de la película recreando una carrera de caballos, el personaje que creó saltaba entre una serie de tragedias contadas en clave de humor que, si bien entran dentro de la descripción de “veleidad”, también son una prueba de convicción y una declaración de intenciones y valores para atacar la postura del régimen para con la cultura, que se resume en: estás conmigo, y si no estás conmigo, estás contra mí, y si me incomodas de alguna forma o puedes darme credibilidad de alguna forma –y eres débil–, te compro y ya.
Y creo que ese es uno de los grandes puntos que toca esta película: La lucha entre la voluntad y las adversidades, entre lo fácil y lo correcto, y entre el bien y la podredumbre ética. Andrés Bravo se aventura, con viento en contra, a decir que él puede hacer lo mismo y mejor que hacía con Los Pijamistas, y se recluye a grabar una serie de canciones en las que cree cuando nadie más creía en ellas, arriesgando trabajo, salud física y mental y mucho más. Y eso hace que, intrínsecamente, Yo y las bestias sea un filme sobre la venezolaneidad del siglo XXI, o, mejor dicho, sobre ser venezolano en la Venezuela venida a menos.
Es ahí cuando el realismo mágico entra, y dos criaturas ataviadas de amarillo, aparentemente sin cara, muy en la onda del cine de Alejandro Jodorowsky o de The Colour of Pomegranates (1969, dir. Sergei Parajanov), se le aparecen por arte de magia en la playa, dejando algunas de las imágenes más bonitas del metraje, y a partir de allí le ayudan a dar forma a su álbum, que recorre musicalmente los pasajes del folk psicodélico, el post punk, y algo de shoegaze, poniendo en manifiesto que Yo y Las Bestias no solo es una película venezolana que habla de algo diferente y que se atreve a experimentar con una estética sofisticada, sino que también busca sonar diferente. Por momentos, me recordó a la increíble Frank (2014, dir. Lenny Abrahamson), no solo a nivel musical, sino por el misticismo que rodea a esos entes sin caras y a la figura central de dicho filme, un glorioso Michael Fassbender con una cabeza enorme de papel maché.
The Colour of Pomegranates (1969, dir. Sergei Parajanov)
Frank (2014, dir. Lenny Abrahamson)
Sobre el soundtrack, hay que decir lo que es: una colección hermosa de canciones oscuras, meditativas y poéticas, que nacieron primero que la película. En ellas interviene también la faceta musical de Nico Manzano, quien se reencuentra con su excompañero de banda, Nika Elia (Sexy Bicycle), para crear un ambiente musical que no solo es perfecto acompañando a las letras, sino que las dota de personalidad.
El desparpajo poético y la voz ronca de Diego García, encauzados por Manzano y Elia, nos hace pensar que también hace que parezca una banda de la escena local, aunque con influencias importadas, que se atreve a forzar esos límites y encontrar nuevas sonoridades desde ese hacer lúdico que vemos que tiene Andrés Bravo en la película, pues, sacrificios y tragedias aparte, también se siente que se está divirtiendo mientras graba este disco, pues tuvo ese atacazo artístico y le visitó la musa en el cuerpo de dos bestias que, guitarra y percusión en mano, le ayudaron a hacerlo todo.
Si bien no es una película musical al uso, ni tampoco la única que usa la música como pilar en Venezuela (se me ocurren, Son de la Calle y las de los hermanos Primera), sí es la única con un soundtrack 100% original, y que además recorre sonoridades más cercanas al rock. Ya Nena Salúdame al Diego (2013, dir. Andrea Herrera Catalá) había tenido canciones de grupos como Famasloop, Americania, Okills, Ulises Hadjis, entre muchos otros, pero es de esas pocas veces que vemos al rock local abocándose a participar en temas originales con esta soltura y estas ganas de mostrar algo nuevo; se nos viene a la cabeza Suficiente Coraje, dirigida por el chileno venezolano John E. Robertson, donde intervinieron Max Martínez y Boston Rex de Tomates Fritos, o las múltiples participaciones en soundtracks de Estudio Pararrayos, el estudio de los integrantes de Famasloop, que figuran en créditos de cintas como El Vampiro del Lago, Desde Allá, Jezabel, Piedra Papel o Tijera, además de series, comerciales, entre otras piezas de media, que creo que es una decisión que encapsula la intención de Manzano como director.
No diré en qué desemboca la odisea de Andrés Bravo, interpretado muy peculiar y comedidamente por Jesús Nunes, para grabar, junto a Las Bestias, su disco debut, ni todas las tragedias que pasa en el camino. Nada de esto ha sido un spoiler, más allá de contar el argumento que resume la sinopsis. Lo que sí diré es que el cine venezolano tiene pocas películas tan impactantes a nivel visual –visiten Araya, de Margot Benacerraf, y Desde Allá, de Lorenzo Vigas, que son de mis cinematografías favoritas de Venezuela–, tan libres a la hora de narrar, tan acertadas en los remates de sus chistes, tan prolijamente cuidadas en el aspecto visual, y que tenga tan clara su intención de diferenciar a las dos clases que quedan verdaderamente en el país: los honestos y jodidos vs. los tramposos y privilegiados.
Pese a haberse grabado a finales de 2017 y estrenarse en su país de concepción, seis años después, y siendo hoy Venezuela una relativamente distinta –aunque en realidad es la misma, más allá de las burbujas– Manzano consigue recrear el hustle del venezolano honesto que junta medio para completar un real, en plena aniquilación de un régimen a la clase media, jugando con el contraste de estas realidades que habitan dentro de una misma tragedia.
Pero el punto de vista artístico no es el único desde el que examina nuestra crisis. También habla de la corrupción, de la mala atención al cliente, y de la ignorancia con la que se trata todo lo que se siente “diferente”, “alternativo” o “desconocido” en nuestro país, solo por miedo, sin base, a creer que lo pueden ridiculizar por no saber de algo, como a ese chamo que le dicen “el gringo” por pronunciar dos palabras en inglés en clase.
Quizás uno de los únicos lunares de la producción es que pudiera sentirse como una historia pequeña, casi da la sensación de un cortometraje, pero la gracia y el ritmo con el que transcurre el debut cinematográfico de Nico Manzano lo esconde su buen hacer a la hora de poner la cámara y grabar. Cada plano se siente pensado y más que justificado dentro de la historia, y cuando usa algún recurso de montaje, como la preciosa secuencia del móvil amarillo dando vueltas (ya sabrán cuál, cuando la vean) o todas las imágenes del mar que llevan a la estampa de las dos bestias en medio de unas salinas en Las Cumaraguas, es a conciencia de que es por meros propósitos estéticos, y creo que el cine también tiene que tener de eso.
Lo que resulta fascinante de la película es que la puesta en escena no se siente forzada ni hay un delivery de líneas como si fuera una obra de teatro que te mandaron a hacer en la clase de castellano. Todo se siente natural, y los chistes, la tarea más difícil, dan risa y aterrizan, emulando de alguna forma al tono de Michel Gondry y Spike Jonze, a quien el director cita como influencia directa del trabajo por su espectacular Being John Malkovich (1999), junto a Yorgos Lanthimos, cuya Dogtooth (2009) tiene mucho que ver en los planos con los que decide contar la historia Manzano, quien también cita como influencia a películas como Da-reun na-ra-e-suh (In Another Country, 2012, dir. Hong Sang-soo) y Excursiones (2009, dir. Ezequiel Acuña), que se van directo a mi watchlist infinita, y la inolvidable The Apartment (1960, dir. Billy Wilder).
Yo y las Bestias es un visionado esencial, único y con una fuerza y carisma tremendos, que reivindica y aporta algo diferente al cine venezolano, con una impronta espectacular –pocas cintas venezolanas lucen así– y que todos deberían ir a ver en cines, en parte para saldar la deuda que el público tiene con las buenas películas hechas en nuestro país, hacer cultura y rescatar nuestro acervo, pero también y, principalmente, porque recompensará la hora y once minutos que componen a una cinta divertida, original, con excelente soundtrack, y hermosamente grabada, que postula a Nico Manzano como una voz interesante y con buen gusto, de esas que el cine nacional de cualquier país del mundo necesita para seguir creciendo.
En resumidas cuentas, Yo y las Bestias es una película que desnuda algunas de nuestras crisis más graves: no solo la económica, que percutió al país y nos sacó a muchos de allí; tampoco hablo de la política, que es harto sabido la cantidad de familias que separó y provocó una polarización de la que no nos recuperaremos jamás; sino la honda ausencia de valores que hemos visto en muchos individuos que no son capaces de dibujar una línea entre su arte y sus valores, o, peor aún, entre sus valores y la maldad, por vía del conformismo más elástico, maniqueo y bobalicón, y del oportunismo más rastrero, egoísta y nefasto.
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