La primera vez que escuche el nombre de Taylor Swift, lo pasé por alto del todo. Marqué a la cantautora norteamericana como una de esas artistas que hace música «para niñas» y no le dediqué más tiempo. En mi defensa: Tenía unos 15 años, era bastante tonto como todos a esa edad y era excesivamente pretencioso; así que seguramente estaba ocupado pensando que era el primero en descubrir a Bob Dylan y los Beatles.
La segunda vez que supe de Taylor, tomé la decisión de que debía odiarla. Aquí tengo menos defensas, la puse en ese balde donde los pretenciosos colocamos a las estrellas pop. También la califique como vacía después de todo ella escribía sobre problemas de adolescentes; y yo, a mis maduros 19 años, estaba por encima de eso.
Fue ya a mis 21 años cuando, luego de ignorar el prístino RED (2012) cuando decidí darle una vuelta a su más reciente disco: 1989 (2014). De acuerdo, tampoco le di la vuelta a la versión de ella, primero escuche la recreación de Ryan Adams. El cantautor de Carolina del Norte justo enfrentaba su divorcio con Mandy Moore (quien luego lo acusaría de abuso) y parece haber conseguido curarse las heridas con el trabajo de Taylor. Saltar de allí al disco original fue extraño: mientras Adams se lame las heridas, Swift parece celebrarlas. Temas hoy icónicos como Style o Blank Space se regodean en la inestabilidad emocional, mientras que Bad Blood y Welcome to New York descubren una artista que conoce y maneja sus influencias, saltando del country de sus inicios al new wave con una facilidad sorprendente.
De allí fui hacia atrás. Me encontré con el final de la adolescencia en RED, con los despechos adolescentes en el debut homónimo y con el proceso de madurar en público en Fearless, y con un despecho completo en Speak Now. Swift siempre ha tenido una capacidad única de captar la experiencia femenina, y es más que valioso verlo desde afuera.
A esto hay que sumarle la integridad ética que ha demostrado en los últimos años. La cantautora ha asumido posiciones políticas bastante riesgosas para alguien que empezó su carrera en el Country, apoyando al partido Demócrata contra Trump y defendiendo los derechos del colectivo LGTBQ+. Además, ha hecho lo posible por cambiar cómo se mueve la industria musical enfrentándose a Spotify y a Scooter Braun quien compró los derechos de su música. Todo esto sin contar la demanda que ganó contra un locutor de radio por acoso sexual, aquella con la solo consiguió un dólar, para tratar de mejorar la situación de las mujeres en la industria.
Quizás lo más complicado es lidiar con su trabajo musical reciente. Por donde se le vea, Reputation (2017) es un absoluto desastre. La artista decide ponerse en el rol de chica mala para discutir con Kanye y parece olvidar todas las lecciones sobre el pop que aprendió en sus dos discos anteriores. Por otro lado, Lover (2019) tiene sus momentos pero es bastante irregular: por cada Cruel Summer hay una ME!; no parece demasiado coherente.
De todos modos, Swift se ha vuelto una de esas artistas de las que uno debe tener en cuenta para entender el futuro del Pop. Ahora, que tanto nosotros como ella empezamos una nueva década, será curioso ver si tiene otra reinvención entre manos. En cualquier caso tocará prestarle atención.
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