La historia de Pink Floyd es una de las más complicadas del rock clásico. A diferencia de otros grupos, es complicado definir una única cabeza creativa principal en Pink Floyd, si bien el periodo de mayor éxito comercial es en los 70, bajo la voz del controversial Roger Waters. Sin embargo, volver a esos discos, ahora que Waters se ha ido tan a la izquierda como Morrissey al otro lado, se han vuelto un poco más complicados de escuchar. Por suerte, la banda dejó al menos una gran obra luego de la salida de Roger Waters: The Division Bell de 1994.
Luego de 13 años de silencio, el grupo necesitaba engrasar su motores. Desde la salida de Waters en 1985, el grupo había funcionado en formato de trío con David Gilmour en la guitarra, Nick Mason en las baterías y Richard Wright en los teclados. Esta alineación dejaba a Gilmour como la cabeza creativa, y voz de la banda: una posición que tardó en asumir con comodidad. Por suerte, en este disco Gilmour fue capaz de hacerlo tomando un viejo truco de Pink Floyd: el disco conceptual. Construir el disco alrededor de la idea de la comunicación, consiguió centrar el proceso creativo, dejando fluir los sonidos y las letras, el grupo consiguió una dinámica poderosa en la relación entre los teclados de Wright y la guitarra de Gilmour que sirve para guiar todo el disco.
Desde el primer tema, podemos recordar a la Pink Floyd más clásica. La instrumental Cluster One le abre paso a What Do You Want From Me de forma tal que recuerda a los mejores momentos de la psicodelia y el rock progresivo; sin embargo, al ir avanzando, descubrimos otras armas en el repertorio de la banda. Los teclados de Wright no ignoraron la época del New Wave, tomando su influencia en temas como Take It Back, la instrumental Marooned es una excursión casi jazzística y los nuevos rasgos de la banda se encuentran con su oscuridad en la sobrecogedora A Great Day For Freedom que explora el caos de un mundo que buscaba encontrarse luego de la guerra fría, negando la hipótesis del fin de la historia con algunos acordes y el eco de un sintetizador.
Pero es el sencillo Keep Talking el que sirve como pieza angular del disco. Inspirado en una publicidad en la que participaba Stephen Hawking, quien presta una grabación de su voz al tema, el grupo deja una reflexión sobre cómo vale la pena intentar hablar y comunicar nuestras diferencias. En una época tan polarizada como esta, el sencillo gana aún más poder del que tenía originalmente con la repetición de la frase “No tiene que ser así” volviéndose una plegaria digital.
Más allá de la temática, el disco sirve como un interesante puente entre Floyd y sus discípulos. Mucha tinta ha corrido sobre la conexión entre Radiohead y Pink Floyd, pero en ningún lado se escucha más claramente que aquí. El sample de la voz de Hawking, y los teclados y sintetizadores cada vez más electrónicos, tienen un sonido no demasiado lejano a los que harían Thom Yorke y compañía en trabajos como Ok Computer (1997) y Kid A (2000) y en ambos llevan esta influencia bajo la manga, aunque no podamos saber si es intencional o no.
The Division Bell sirvió de excusa para una extensa gira que generó el disco en vivo Pulse, uno de los mejores documentos del poder de la banda en vivo, aún sin el icónico bajista. También serviría como el último trabajo del grupo como unidad, su siguiente lanzamiento Endless River está formado por grabaciones sobrantes de las sesiones de este disco, y honestamente suenan como material sobrante.
The Division Bell no fue tan bien recibido cómo sus trabajos anteriores al momento, pero poco a poco parece ir ganando seguidores entre los fanáticos de la banda. Es, en definitiva, una bestia distinta, pero es llamativo con los años ver cómo mientras Roger se apartaba cada vez más atrás de su pared, aún cuando sus ex compañeros intentaban hablar. El disco es un tratado sobre la necesidad de conectarnos, pero más allá de eso, es una demostración de virtuosismo de tres artistas que volvían a sentirse cómodos en la compañía del otro.
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