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Vargas, el perro y la sombra

Publicado por
Ana Cristina Frías

Fotos de Sergio Bosco (@boscology) y hechas en Clásico Fernández (@clasicofernandez)

Se escabulle en el escenario como una sombra que intenta no ser vista. De inmediato se instala un cierto aire de misterio que hace imposible anticiparse a lo que estamos a punto de experimentar. Las posibilidades se hacen infinitas y las apuestas múltiples, arquetipales, diversas. De lo que no cabe la menor duda es que lo que vamos a ver es la apertura absoluta de Vargas y sus demonios convertidos en canciones.

Ningún tema es igual a otro. Ni siquiera tratándose de la misma canción: las versiones varían de acuerdo a su ánimo o al formato. A veces, acompañado de la guitarra eléctrica o el teclado, aparece un Vargas más efusivo, eléctrico, ecléctico, excéntrico. Y en otras ocasiones, cuando solo está acompañado de la guitarra acústica aparece más íntimo y calmado. La intensidad sigue siendo la misma pero la forma como la expresa cambia. Y en ese cambio ocurre la magia: los colores de su brazos se desprenden de su piel para pintar el escenario, alterar sus dimensiones y expandirse ante los sentidos de quien lo observa.

Si el público grita o conversa, él susurra las canciones, apenas toca la guitarra y se hace cada vez más pequeño. Obliga – con una amabilidad inesperada – a que lo escuchen. A que la gente se sumerja en su sombra, su miedos, sus deseos, sus inseguridades, su hambre insaciable. Vargas se desdobla y  se inmola como pocos hacen.

Buenos Aires le ha permitido mostrarse en un formato inédito. Quizás la furia terminó anulando a su fiera y domesticando al perro, el arquetipo con el que le resulta inevitable identificarse, y a partir de entonces ha ido descubriendo sus matices. Su relación con la ciudad y el contraste con lo vivido en Venezuela, lo conversamos una tarde cuando ya el verano era un recuerdo, el cielo estaba azul y la brisa era amable. Buenos Aires sonreía y descubrí que a Vargas también le gusta pintarse las uñas.

A duras penas se logra distinguir el destello dorado de la pintura  pero aún así, sigue siendo visible. Nos sentamos en un café al borde de la calle. A ambos nos gusta el olor del caos y la sinfonía de la urbe. Vargas toma el sobre de azúcar con parsimonia, lo abre y lo echa en la taza. En el movimiento circular de la cucharilla se van diluyendo los granitos de azúcar y van saltando chispas de esmalte de sus manos. Lo miró con curiosidad. “No sé, marica – responde de inmediato a una pregunta que no le hice pero que igual contesta – lo hago porque me relaja”. Y de inmediato vuelve a la taza.

Estudió Publicidad, aunque dice que no le gustan los paquetes ni los frascos comerciales. Sin embargo, después de varios años, entendió que lo necesitaba para saber cómo mercadear su música. Cuando vio la primera clase: canales de distribución, le estalló la cabeza. De pronto comenzó a entender lo que hacía desde una perspectiva distinta y entonces, en alguna medida, todas esas teorías, fórmulas, esquemas y estrategias fueron el inicio de una serie de “ensayo y error” que aplicaba  a sus canciones.

La idea era conectar primero con el público, darse a conocer en tarima y recorrer cuantas ciudades fuese posible antes de conquistar Caracas. Lo cual consistía, básicamente, en sonar en la radio y subirse a nuevos escenarios pero acompañado del público que fue construyendo de a poco en todos los rincones del país. “Hice como una mini gira buscando una legión en el interior para sentirme respaldado. Si de Caracas llamaban a Coro, o a Maracaibo, allá ya sabían quién soy. Después comencé a tocar en el Puto Bar, en Caracas pero mi primer show serio fue en La Dosis. Tenía el pelo largo, tenía una banda loca.” Hace una pausa, sonríe y en ese silencio parece que esa época de la que habla cobrara vida.  Recuerda, por ejemplo, cuando se paraba en La Mega o en Hot y esperaba que se acercara cualquier persona con cara de “ejecutivo” para entregarle los sobres con su primer disco. “Así sonó Notas en Mi Habitación” (su primera producción discográfica que lanzó en el 2011) recuerda, con un dejo de nostalgia y orgullo.

Y así fue como comenzó su primera gira, aplicando la fórmula que ya conocemos, para luego instalarse en Caracas. Pero de pronto todo comenzó a acelerarse o a (des) acelerarse y Vargas cayó en un espiral peligroso – atractivo, claro – pero peligroso. “Fui muy irresponsable. Me drogué demasiado. Tuve que hacer cosas que no quería hacer para quedarme en Caracas pero todo fue por irresponsable.” Pero él no es de los que se arrepiente, su proceso va más bien por el camino del reconocimiento. Ahora dice estar más consciente de muchas de las cosas que vivió y de por qué las vivió. Fue una época de intensidad, de mucha insistencia y excesos; y pasa que cuando la sombra se evade termina volcándose sobre uno mismo hasta alcanzar la aceptación.

“Sin querer me di cuenta que me personificaba a mi mismo como un perro que yo tuve – que es el perro negro, dice refiriéndose a lo que más tarde se convirtió en el emblema con el que identifica su música-. Ese era un perrito que andaba en la calle y siempre que yo llegaba a mi casa aparecía con media cola menos, por ejemplo. Una vez llegó con un ojo espichao y otra con la cadera torcida. El bicho llevaba coñazo pero seguía en la calle, buscando lo que él quería: una perra, pasear, cazar una iguana y no le importaba pasar por todo eso con tal de conseguir su objetivo y disfrutar de lo que hacía.”

Decía Joseph Campbell que “las viejas historias – que escuchamos de niños –  adornan las paredes de nuestro sistema interior de creencias como restos de antiguos utensilios en un yacimiento.” Lo que Vargas ignora es que cuando se reconoce en ese perro callejero lo hace como un acto reflejo de su propia psique. Una respuesta inmediata a esas historias adheridas a su inconsciente de donde termina sacando la inspiración para sus canciones. Es ese sistema interior de creencias lo que termina construyendo su inconsciente colectivo, como lo llama Jung, y  quizás como también él prefiera llamarlo.

Y entonces – después de mucho – llegó a la ciudad de la furia donde terminó encontrando la calma. Buenos Aires viene siendo un universo paralelo lleno de micro galaxias, micro Caracas, donde Vargas ha encontrado su hogar. “Es bello el contraste – dice refiriéndose al paralelismo entre ambas ciudades – aunque sabe que las comparaciones son injustas – es algo que esperaba. Porque entendí desde el principio que la historia de la música en Venezuela – o del rock en Venezuela – no vino nunca como nos lo pintaron, ni como ocurrió en otros países. Entonces aquí me siento como en casa porque puedo hacer lo que me da la gana, donde quiera.” Y en efecto, no han sido pocos los escenarios donde Vargas ha mostrado su discografía a lo largo de estos casi dos años que lleva en Argentina; en donde además también ha mostrado un par de temas nuevos en los que ha venido trabajando y que conformarán su 4ta. producción discográfica de la cual solo se sabe que está siendo producida por Gonzalo Aloras.

Aquí también ha podido mostrarse despojado de esa furia que lo atormentaba en Caracas. Parece que por fin los colores se mezclaron hasta llegar al negro de la neutralidad. “Me di cuenta de que aquí puedo hablar un poco más. En una canción puedo hablar de las gracias que quiero dar, por ejemplo. O decir que mis zapatos están rotos pero sin lamentarme porque los zapatos están rotos.” Se encontró con un público que está dispuesto a escuchar.

Buenos Aires ha sido una etapa nueva del crecimiento humano y artístico que Vargas empezó en Venezuela; y contrario a lo que llegó a imaginarse, aquí logró continuar muchos esos procesos. “Gran parte de las personas que están aquí – porque es el público venezolano, obviamente – pero gran parte de las personas que están aquí, que van a mis shows, son del interior (de Venezuela). Hace seis, siete años cuando decidí darle gira al interior porque nadie le paraba bola, porque se decía que Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra, dio frutos. En cierta medida, dio frutos. ¿Cuál es – no digo un triunfo – pero cuál es una meta lograda que yo tenía? Bueno, llegar a la vida de alguien con un mensaje. Y pasa que hay gente que – aunque pasen los años – sigue pidiendo canciones viejas. Y está bien si tienes 4 o 5 discos, no importa, siempre están allí para apoyar.”

En el complicado ejercicio de entendernos, de mirar nuestro proceso migratorio y seguirle el rastro a las secuelas de la diáspora, Vargas ha sido uno de los que ha advertido – con una naturalidad impresionante – que quizás este proceso lejos de acabar con lo que entendemos como “la movida”; en realidad la expande. Nos encontramos en uno de los momentos de reinvención más interesantes y fructíferos de la escena musical venezolana que ha empezado a existir como ese concepto de país que no se reduce a la tierra sino que hace vida en otras latitudes. La movida no ha muerto, por el contrario,  sigue viva y en crecimiento.

La espuma del café ya se ha ido secando. No quedan rastros del azúcar. La cucharilla reposa sobre el plato y la ciudad se siente más fría. ““Pero realmente lo que me cambió fue lo de mi hermana. Fue un choque llegar – a Buenos Aires, a finales de 2016 – y verla a ella así, pelona, llena de cosas, con la quimio, con una vaina aquí”, dice, mientras se señala el brazo lleno de tatuajes. “Nosotros no somos una familia que… nosotros no salimos del país nunca. Nosotros siempre fuimos muy sencillos en ese sentido. Nos gusta la vida bien pero no es que voy pa’ Disneylandia ¿me entiendes? Y estábamos toda la familia reunida después de dos años: mi papá, mi mamá y mis dos hermanas. Para mi llegar y ver todo eso fue… me chocó. Bastante.” La pausa vuelve. Vargas se abstrae.Y de inmediato vuelve a la tierra. “Pero igualito salí a buscar fechas pa’ tocar. Era yo con mi teclado; y sí, suena cliché, pero me hizo apreciar varias cosas de la vida. Bajarle dos.”

De eso ya han pasado casi dos años. Isabel, la hermana de Vargas, ahora está en la banda que armó él en Buenos Aires. Probablemente haber perdido la voz durante la enfermedad fue uno de los golpes más duros del proceso que vivió y del cual Vargas también se sintió parte. “Entonces ahora va a volver a cantar. Hicimos unas canciones y ahora me siento bien.” Y se nota. “Porque de la crisis, de la desesperación siempre se sale a flote.”

Vargas es un enamorado de la vida. O una fiera con un hambre insaciable. Es la imagen del cancerbero que se distrae con un trozo de pastel. “Yo no quiero dejar de vivir las cosas como las vivo, así de intensas. Como ya acepté que una decisión no es buena ni mala, me la disfruto. Al final no sé, te das cuenta de que pasa la tormenta y escribes qué pasó, lo dejas en un papelito, lo guardas en un cuaderno” y luego se convierte en canción faltaría agregar.

Buenos Aires es su hogar ahora. Cuando no está trabajando o pisando escenarios, se distrae jugando con la guitarra acústica que le regaló “su jeva”: Pero tiene una idea clara y va por ella: “Quiero unificar un concepto. Quiero unirme con los muchachos – dice refiriéndose a otros músicos venezolanos que también hicieron de la capital argentina su lugar de residencia – y hacer música con ellos, con los amigos. Ahora voy con MAMBEMBE, que es el inicio de algo, de un ciclo que también me está dando pie a mi para tocar mis canciones con la guitarra acústica y relacionarme con artistas nuevos.”

A Vargas lo mueve el impulso por saciar el hambre. Es el perro negro hambriento que cojea pero nunca detiene el paso. Siempre vuelve a la calle, aunque en el camino se distraiga y cambie el rumbo, sabe a dónde va, sabe qué quiere, qué le apetece y cómo conseguirlo. “El hambre que quiero saciar es de conocimiento y de lo sexual. Ahí está todo. No de manera banal, se trata de encontrarse a través de las sensaciones. Por eso me gusta tener a una negrita al lado pa’ cuidarla y quererla.”

El sol va bajando y la ciudad se torna oscura. Poco a poco la sombra que se reflejaba en el suelo con la silueta de Vargas desaparece pero aunque ya no sea visible, sigue estando ahí. En ocasiones se desprende de sus tobillos, se escapa y es ella la que se para en el escenario. Vargas lo sabe, parece que tienen un pacto secreto del cual no habla. Él la deja ser, ya no le perturba porque cuando menos lo espera, es él quien la domina, le da la espalda y la vuelve a pegar a sus zapatos. Y todo vuelve tener orden. O al menos, él se hace más consciente de dónde está parado. De allí en adelante ya lo único que le queda es seguir y al público escuchar.

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Ana Cristina Frías

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