Parte de la magia de Buenos Aires es que tengo acceso a un puñado de tarimas que me muestran un universo de música que, de otro modo, me hubiese costado conocer. Buenos Aires, como cualquier otra ciudad del mundo, es contradictoria, histérica y furiosa, pero si hay algo en lo que constantemente me sorprende – me maravilla – es con la música.
Imaginen esto:
Una sala con cientos de personas. Luces que se intensifican al ritmo de la música. Un bajo que retumba en el pecho. Percusión penetrante que marca el latido del corazón y mide el pulso de los que siguen con vida. Una línea que se dibuja: el piano. Otra vía posible, luminosa, pero con el mismo origen oscuro. Pulsaciones. Ritmo. Pausa. La vida que vigila la muerte. La muerte que vigila la vida. Todos somos testigos.
Lisa y Naomi irrumpen en el escenario. Lisa deja su greñas libres y Naomi las ata en cuatro trenzas que le caen hasta los hombros. Sus voces se acompañan en armonía perfecta. Lo que generan va más allá del espacio físico, más allá, incluso, del público, de mi y de mi cuerpo. Eso que emanan, se retuerce en todos mis niveles de existencia y me desborda. Ibeyi es el nombre de la banda. La palabra es de origen yoruba y quiere decir gemelas. De entrada nos asoman la carga ancestral y el vínculo sanguíneo que impregna su música y con la que se plantan en diversos escenarios alrededor del mundo.
‘Ash’ es el nombre de su primera producción discográfica, que quiere decir ceniza en inglés. Con ese gesto quisieron remarcar el mensaje con el que piensan, crean y producen: un fragmento de tierra donde hay una doble vía, la de la muerte y la que abre paso a una nueva vida. Ellas son el vínculo entre ambas rutas y pareciera que esa situación limítrofe constante no se queda allí. Su padre era un músico cubano, percusionista de la emblemática banda Buena Vista Social Club y su mamá, venezolana, también es artista. Pero nacieron, y viven, en París. El componente caribeño lo llevan en la sangre, en la lengua, en las caderas, en la voz. Al ser cubanas crecieron y se formaron con la cultura yoruba, originaria de Nigeria en África, una civilización desarrollada, con un orden, con dioses, ritos y formas que quedaron devastados en la colonización y luego en los centenares de años de esclavitud.
A Cuba llegaron barcos cargados con hombres y mujeres que, en otro momento, habían sido reyes, reinas y príncipes yorubas. Fueron obligados a practicar una religión que era ajena, por eso – quizás en un ejercicio de resistencia – disfrazaron sus dioses con las formas del catolicismo, les dieron otros nombres, otros rostros. Ampliaron su imaginario, lo mezclaron, lo hicieron diverso y casi universal, logrando dibujarle otro cielo al Caribe donde se danza, se llora y se siente. Naomi y Lisa no solo cargan sus dioses en las cuentas de colores que cuelgan de sus cuellos, sino que agregaron frases de rezos a sus canciones con la misma naturalidad con la que adoptaron su multiculturalidad.
Colores, vibraciones y secuencias: es el ritmo mismo de la vida el que recrean, imposible de definir, pero que tiene la esencia misma del caribe, con un alma antigua, cargada de historias y vidas pero con un sonido más contemporáneo y cercano. HipHop, DownTempo, Música electrónica. Todo mezclado en un cóctel poderoso que incluye el mar: el caribe que se abre paso y arremete profundo en la psique. Oya que cobra vida. La conexión con los ancestros, con la tierrra, con el Inframundo.
Ibeyi es el soundtrack de Caronte cuando guía las almas y, parece, que desde esa consciencia intentan proponer una manera de añorar, de soñar, de morir, de ser.
Y en el medio de esa fiesta sensorial que transcurre en Niceto Club, por un instante, te sientes inmortal, trascendente, frágil raptable, prescindible y libre. Se dibuja un nuevo cielo, percibes colores distintos y casi estás seguro de que hay algo más. Más que tú, más que esto, más que la miseria, más que el dolor, más que la vergüenza, más que el miedo, más que la errancia y el desapego. Que el río se lleve el apego. Que me deje desnuda.
Sus voces son la consciencia de mi, de mi origen, de lo que soy, de quienes vinieron antes, es el recuerdo de la noche que llegó. Soy más que yo, soy más que mis penas, mis complejos, mis miedos y mis logros. Soy más que mis alegrías, soy más de lo que puedo ver. En mí guardo el latido suave de mis ancestros, el registro de su paso por la tierra. La música es una forma de estar consciente del paso del tiempo y de la importancia de la mujer en la sociedad. El feminismo que predican y practican tiene como premisa a los sentidos como las puertas del alma, pero también, a la mujer como un ser distinto, inabarcable, incomprensible, ambiguo, amplio y abstracto que no busca ser como el otro, o lo otro, sino que quiere ser. Y ya.
La imagen del agua, esa por donde quizás Careonte transita, es el elemento necesario para que el barro se hiciera y para que de allí saliera el hombre. El agua, como su música, es el río que purifica, lava, cuida el alma, ahoga las penas y los complejos.
Somos humanidad y divinidad: el monstruo híbrido que baila. Somos Caribe. ¿Acaso existe como gentilicio? Quizás deberíamos empezar por entendernos a partir de esa masa azul que nos conecta y nos hace distintos, incluso, al resto de Latinoamérica. Porque, al igual que ellas, estamos hechos de mar, sal, rezos y santos. Conectados al cielo pero pisando las entrañas del mundo. Por eso su trascendencia es terrenal y no divina. Se elevan pero con la consciencia de la caída, son hijas del barro: agua y tierra mezclada.
El universo se esconde en la voz de Lisa, en la mirada de Naomi. La mirada animal que no se disculpa, que desnuda y procrea. Están inmersas en un ciclo sin fin donde ellas son el origen y el final pero se dejan fluir. Se dejan ser.
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